Aunque para mi gusto tuvo sabor a poco, todo discurso político tiene sus destinatarios. En realidad el discurso político se caracteriza por dos cosas: una es segmentar a sus destinatarios y la otra es hablar con un contexto de referencia que, de una manera u otra, está siempre presente.
En su primera apertura ante la Asamblea General, Alberto Fernández les habló a muchos y pocos a la vez. Reitero: para mi gusto tuvo sabor a poco, o muy medido. Habló claramente a los otros dos poderes de la República: al Congreso Nacional y también al Poder Judicial.
Anunció propósitos y reformas que fueron aplaudidas porque atienden promesas de campaña y constituyen parte de la pesada herencia que recibe su gobierno. Sin embargo, todavía falta conocer los detalles de estas decisiones y sigue faltando conocer la letra chica.
Pero vamos al grano: el discurso de Alberto Fernández comenzó con una reflexión sobre la forma en que la palabra política se ha devaluado en Argentina. Su diagnóstico puso el acento en aquella parte de la dirigencia política que ha hecho de la mentira su herramienta de construcción.
Dijo que el valor de la palabra adquiere una relevancia singular. Requiere más política que palabras, requiere recomponer lazos de credibilidad que tienen que ver con la acción política y no solo con la comunicación. Aunque está en sus manos construir credibilidad en su propio discurso político.
En el libro “Microfísica del poder, de Michel Foucault, se menciona a la verdad y el poder con definiciones que realmente valen la pena repasar como libro de cabecera. “No es cuestión de emancipar a la verdad de todo sistema de poder (…), sino apartar al poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) dentro de las cuales funciona por el momento” (…).